Genes Saltarines

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Corría enero de 1997. El Museo de Historia Natural de Chicago estaba conmocionado, pues andaba suelta por sus pasillos una criatura asesina, que ya se había cobrado varias vidas humanas. La secuenciación de una muestra de su ADN reveló datos inesperados: el genoma del monstruo procedía de un retrovirus, que había acumulado genes de diversas especies a lo largo de su evolución. Genes de tigre, cocodrilo, escarabajo, hongos e incluso humanos, se mezclaban entre sí para producir una perfecta máquina de matar que, procedente de la selva amazónica, había llegado a Chicago dispuesta a sembrar el terror…

La reliquia

Afortunadamente, se trata tan sólo de una película de miedo: The Relic, dirigida por Peter Hyams y con efectos especiales de Stan Winston. Sin embargo, al contrario de lo que podría parecer en un principio, su guión no es tan descabellado. Hoy sabemos que los retrovirus, familia a la que pertenece, entre otros, el virus del S.I.D.A., poseen precisamente la capacidad de insertarse en el genoma del organismo al que parasitan, pudiendo liberarse más tarde para hacer de las suyas. A veces, durante el proceso, el retrovirus arrastra fragmentos de ADN de su organismo hospedador, que quedan así incorporados al genoma viral. Dada la promiscuidad de algunos retrovirus, estos genes pueden pasar del genoma de un individuo al de otro de una especie completamente distinta.

Del mismo modo, sabemos que existen en ciertos peces genes que fueron de bacterias y también, en ciertas bacterias, genes que fueron de peces. Los procedimientos «artificiales» de la ingeniería genética para fabricar quimeras reuniendo genes de varias especies diferentes en una sola cadena de ADN no parecen ahora tan nuevos; la evolución los había inventado ya hace muchos años. Miles de millones de organismos caminan hoy sobre la Tierra portando en sus genomas sin saberlo reliquias genéticas, herencias de un pasado genéticamente más promiscuo de lo que podríamos imaginar.

Transferencia horizontal

Los biólogos utilizan el término «transferencia horizontal», para describir estos fenómenos de transferencia de genes de una especie a otra, o de un individuo a otro, para distinguirlo de la «transferencia vertical» normal, de padres a hijos, que ocurre durante el proceso habitual de reproducción. La transferencia horizontal fue observada por primera vez entre bacterias. Las bacterias pueden intercambiar material genético gracias a un proceso llamado «conjugación», durante el cuál uno de los individuos emite un filamento que lo enlaza al otro y por el cuál se transfieren fragmentos de ADN entre las dos células, en un equivalente microscópico del intercambio sexual que ocurre entre los organismos multicelulares. Lo curioso es que la conjugación no sólo ocurre entre bacterias de la misma especie, sino que células de especies diferentes son capaces de reconocerse, entrar en contacto íntimo y comerciar con sus genes. De esta forma, comunidades enteras de bacterias son capaces de adquirir, por ejemplo, genes de resistencia a los antibióticos de una forma muchísimo más rápida de lo que ocurriría si únicamente dependieran del proceso habitual de evolución por acumulación de mutaciones puntuales. Esta es una de las razones por las que el uso masivo de antibióticos es contraproducente, dada la facilidad de las bacterias nocivas para adquirir en este mercado negro del ADN los genes necesarios para transformarse en resistentes.

Pero no son sólo las bacterias las únicas capaces de intercambiar genes horizontalmente. De hecho, los biólogos piensan ahora que este fenómeno es tan habitual que constituye uno de los principales motores de la evolución. Frente al lento proceso de acumulación de mutaciones fortuitas que permitiría una evolución lenta y gradual, la transferencia horizontal de genes completos, o incluso de grupos de genes, permite que ocurran cambios drásticos en las especies, constituyendo uno de los posibles mecanismos para los intensos procesos de macroevolución. Antes de la nueva era de la Genómica, los biólogos admitían esta posibilidad como una aberración que podría ocurrir muy de vez en cuando. Sin embargo, tras la secuenciación casi completa de los genomas del ser humano y de otra decena de especies animales y vegetales, se ha podido comprobar que la transferencia horizontal de genes es mucho más frecuente de lo que antes estábamos dispuestos a admitir. La pistola humeante que sirve como prueba de su importancia es la composición de nuestro propio genoma, una sorprendente composición de la que nadie era consciente hasta febrero del 2001, cuando se publicaron los primeros análisis globales del genoma humano.

Somos más virus que humanos

En otra película de 1999, la taquillera The Matrix, nos decían que el ser humano no es otra cosa que un virus. Seguramente, los guionistas no tenían ni idea de lo acertada que era su afirmación desde el punto de vista genómico. Lo cierto es que más del 50% del genoma humano está formado por elementos genéticos móviles que proceden de virus ancestrales que invadieron el genoma de nuestros antepasados hace millones de años, y que aún campan a sus anchas por los núcleos de nuestras células.

Algunos de estos virus (podríamos decir nuestros virus), los de adquisición más reciente, continúan estando activos. Por ejemplo, en 1999 se supo que un retrovirus llamado HERV-K (acrónimo de Human Endogenous Retrovirus-K) está presente en nuestro genoma en un número de 30 a 50 copias repartidas por nuestros cromosomas. Este retrovirus codifica una proteína con actividad retrotranscriptasa, muy similar a la que utiliza el virus del S.I.D.A. para replicarse, en perfecto estado de funcionamiento. Los humanos llevamos dando alojamiento gratuito al HERV-K en nuestros genomas desde hace más de 30 millones de años, poco después de que se separaran los linajes de los monos del Nuevo y del Viejo Mundo. Compartimos el HERV-K con nuestros familiares, los simios.

De hecho, el porcentaje de nuestro genoma ocupado por retrovirus activos de reciente adquisición es del 3%. Si tenemos en cuenta que nuestros propios genes, nuestros estimados genes humanos, sólo ocupan un 1.5%, podemos hacernos una idea de la importancia de la transferencia horizontal. Todos nosotros llevamos en cada una de nuestras células el doble de genes virales que de genes humanos. En cierto sentido, no les faltaba razón a los guionistas de The Matrix.

¿ADN basura o motor de la evolución?

En los primeros años en los que se comenzó con la secuenciación de los cromosomas humanos, pronto estuvo claro que la mayor parte de nuestro genoma estaba formada por largas secuencias sin significado que se repetían una y otra vez a lo largo de miles de nucleótidos. Enseguida se acuño el término «ADN basura» para denominar a estos «espacios vacíos» que rellenaban nuestro genoma, entre los cuáles, muy de vez en cuando, se encontraba algún gen útil. De hecho, el 98.5% de nuestro genoma (restando el 1.5% que corresponde a secuencias codificadoras de genes humanos) es ADN basura.

La mayor parte del ADN basura (hasta un 50% del total del genoma) corresponde a transposones. Los transposones son secuencias repetitivas que seguramente proceden de retrovirus ancestrales, que invadieron a un remoto antepasado de los vertebrados en los comienzos de nuestro linaje evolutivo. Tienen la particularidad de que son capaces de saltar de un lado a otro del genoma durante la recombinación genética que tiene lugar durante la división celular. Se ha demostrado que una de cada diez veces que esto ocurre, el transposón modifica el ADN de sus inmediaciones, ya sea arrastrando un gen codificador de un cromosoma a otro, rompiéndolo por la mitad o haciendo que desaparezca del todo. Cuando esto sucede en una célula somática, pueden ocurrir mutaciones que activen un oncogén, desencadenando uno de los muchos tipos posibles de cáncer. Cuando ocurre en la línea germinal, los cambios se transmiten a la progenie, dando lugar a descendientes con mutaciones. Así, la recombinación entre transposones es considerada en la actualidad uno de los motores de la evolución y el ADN basura, lejos de ser inútil, posee en realidad una función evolutiva. Dado que los posibles grandes cambios pueden ser tanto perjudiciales como beneficiosos, se puede decir que el ser humano está aquí gracias a, y a pesar de los transposones.

Incluso algunos organismos poseen genes para «defenderse» contra los transposones. Así, el gusano Caenorhabditis elegans posee un gen, denominado dcr-1, que inactiva algunas de las proteínas necesarias para que el transposón pueda saltar de un lado a otro del genoma, contribuyendo así a mantener la estabilidad de un genoma que contiene la mitad de genes que el nuestro, y mucha menor cantidad de ADN basura. Los humanos poseen un gen homólogo al dcr-1, aunque no se conoce si tiene la misma capacidad para controlar a los transposones que el gen del gusano. Cabe esperar que cuanto más laxo sea el control sobre la capacidad de saltar de los transposones, mayor será la capacidad de un linaje de organismos para evolucionar. Por lo que sabemos hasta ahora, en el ser humano los transposones están bastante descontrolados, y saltan al azar de un lado a otro del genoma con bastante frecuencia. Los millones de personas que cada año mueren a causa del cáncer son la prueba palpable de esta afirmación. Quizás, después de todo, la susceptibilidad a caer víctimas del cáncer sea el precio que tiene que pagar nuestra especie a cambio de gozar de una elevada capacidad para evolucionar rápidamente.

Regalos bacterianos

La transferencia horizontal de genes no sólo se observa en los transposones y retrovirus. También existen reliquias genéticas en el conjunto de nuestros genes útiles. En efecto, se estima que un número comprendido entre 50 y 200 de los 30.000 genes que constituyen nuestra preciosa dotación genética humana, proceden de genes bacterianos. Estos genes no tienen homología conocida en los genomas de otros animales ya secuenciados, como la mosca Drosophila o el gusano Caenorhabditis, y sí que tienen una elevada similaridad con algunos genes bacterianos. Se piensa que estos genes fueron un regalo inadvertido y desinteresado por parte de alguna bacteria, que ocurrió hace cientos de millones de años, cuando los primeros vertebrados comenzaban a poblar la Tierra, y aún no habían desarrollado el eficaz sistema inmunitario que hoy en día los caracteriza y los protege contra todo tipo de infecciones. En aquella época, debía ser mucho más común que una infección por cualquier legión de bacterias diera lugar a intercambio genético entre éstas y nuestras propias células, de modo que algunos de los genes bacterianos pudieron incorporarse al genoma de nuestras células germinales, pasando a formar parte de nuestra propia dotación genética.

Lo más curioso es que estos regalos bacterianos no son proteínas inútiles, sino todo lo contrario. Hemos hecho buen uso del altruismo bacteriano. Algunas de las proteínas más importantes para el funcionamiento de nuestro sistema nervioso, como la monoamino-oxidasa (MAO) que interviene en la síntesis de algunos neurotransmisores, o las enzimas RAG-1 y RAG-2 (de Recombination-Activating Gene), que son precisamente activadores de la recombinación genética, elementos críticos para la formación de los diferentes anticuerpos de nuestro propio sistema inmune, poseen un origen bacteriano. De este modo, dos de los elementos más importantes para nuestra propia identidad, el sistema nervioso y el sistema inmunitario, no serían lo que son hoy en día si no fuera gracias a los regalos genéticos de las bacterias. Nunca hay que menospreciar un regalo de nadie, por pequeño que sea, y aunque proceda de la azarosa lotería de la transferencia horizontal de genes. Nunca se sabe lo útil que puede llegar a ser en un futuro. El cerebro que uso para procesar estas frases, y los anticuerpos que utilizaré para defenderme de la cepa anual del virus de la gripe, proceden de sendos regalos bacterianos, y no hubieran podido existir si no fuera por los genes saltarines.

Los inquietos genes de Barbara McClintock

Los transposones no sólo se encuentran en los genomas animales. También las plantas los poseen, y en muchos casos en cantidades mayores. En el maíz, los transposones ocupan más del 60% del genoma. No es de extrañar que estos elementos genéticos móviles fueran descubiertos por vez primera en esta planta. Bárbara McClintock, que estudiaba al microscopio los cromosomas del maíz, trabajando en solitario en su laboratorio de Cold Spring Harbor, fue la primera en proponer, en la década de 1940, que los genes podían saltar libremente de un punto a otro del genoma. La idea de la existencia de genes móviles, que McClintock desarrolló después de estudiar decenas de generaciones de maíz híbrido, fue rechazada por absurda, y su autora fue condenada al ostracismo durante décadas hasta que, a principios de 1980, las nuevas técnicas de la biología molecular demostraron que tenía razón. Recibió el premio Nobel en 1983, cuarenta años más tarde de su crucial descubrimiento, siendo la segunda mujer, tras Marie Curie, que recibió un Nobel de Ciencia en solitario. Al final, los genes saltarines de la Dra. McClintock no solamente demostraron su existencia, sino que cada día resultan más importantes para comprender nuestra propia evolución y las enfermedades que nos atormentan.

La naturaleza, como afirmaba J.B.S. Haldane, no sólo es más sorprendente de lo que imaginamos, sino más de lo que podemos imaginar.

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